Vox, el fascismo y el descontento social

Se discute mucho estos días sobre si procede o no llamar fascistas a los de Vox. Tengo delante una muestra de tal debate, un artículo bastante malo firmado por Juan Cruz que nos explica que Vox no tiene nada que ver con el fascismo y que además la culpa de todo lo que está ocurriendo la tienen Pablo Iglesias y los errores de la izquierda. Ahora lo bien pensante es echar las culpas de todo a los errores de la izquierda. Vaya por dios. Como si Aznar y la extrema derecha hubiesen nacido ayer.

A mí, el debate sobre si los de Vox son o no fascistas me resulta aburrido y tiendo a sospechar que subyace en él un vano intento de extender la tinta del calamar sobre un problema a todas luces muy grave. Sin duda, cuando los llamamos fascistas, o cuando identificamos a Vox con la Falange, como hice yo en unas recientes notas, estamos abusando de los términos históricos, recurriendo en cierta medida a la retórica y, por qué no, al insulto. Es evidente que la realidad económica y social de hoy es muy diferente a la de los años treinta del siglo pasado, como son muy diferentes las estructuras políticas y las relaciones internacionales. Le Pen no es Hitler, ni Abascal es José Antonio. (Tampoco Garzón es la Pasionaria). Pero eso no quiere decir que no existan parentescos ideológicos y líneas de continuidad en muchos aspectos relevantes que den legitimidad a tales identificaciones.

Es necesario introducir la distinción entre Vox y sus votantes. (Aunque esa distinción es válida para cualquier otro partido). Por lo que se refiere a su núcleo partidista, lo que conocemos hasta el momento responde fielmente al modelo de la extrema derecha española clásica y de sus fundamentos ideológicos, con una expresa vinculación afectiva al franquismo y una reivindicación de su necesidad histórica, a lo que se superpone un alineamiento con la actual extrema derecha europea en expansión. Es de suponer que en los próximos tiempos conoceremos mayores concreciones programáticas, así como una más intensa actividad de calle. De momento ya están empezando los ataques contra los monumentos a las víctimas del franquismo y del holocausto. De momento.

Los votantes de Vox en Andalucía, por los datos que van llegando, son en su mayor parte antiguos votantes del PP y proceden sobre todo de las comarcas en donde hay una mayor presencia de inmigrantes. Hay también una parte minoritaria de antiguos votantes del PSOE y de Izquierda Unida-Podemos. Es decir, de lo que sabemos hasta el momento podemos deducir que la mayor parte de los votantes de Vox son gente de derechas radicalizada que hasta ahora se mantenía bajo el paraguas del PP.

Pero hay una parte de votantes de Vox, parece que todavía no muy significativa, que procede de las filas de la izquierda. Esto es algo que no nos resulta sorprendente, pues ya sabíamos que buena parte del electorado del Frente Nacional en Francia venía del ámbito de influencia del antiguo PCF. Se trata probablemente de un voto de rechazo muy condicionado por la crisis económica y sus consecuencias.

La crisis de 2008 transformó las sociedades occidentales y alteró profundamente sus sistemas de representación política. Desde entonces, un clima de incertidumbre y descontento se va extendiendo en sectores muy amplios de la población, que se ven afectados en mayor o menor grado por la pobreza o temen serlo en un futuro próximo. Lo que vamos viendo en estos últimos años es que ese descontento social se manifiesta de manera muy diversa y multidireccional, bajo la forma tanto de movilizaciones sociales como de drásticos cambios político-electorales. De los segundos, tenemos un ejemplo llamativo en la situación política italiana; y otro en las recientes elecciones andaluzas. De los primeros, en nuestro 15 M y en los actuales chalecos amarillos franceses. En estas grandes movilizaciones sociales parece que la orientación del movimiento y su proyección política futura depende en gran medida de qué grupo social tome la iniciativa, «tire la primera piedra» y arrastre al resto del conjunto social más amplio. En el 15 M fue la juventud progresista. En Francia, parece que son las clases medias con miedo al futuro. Los resultados pueden ser muy diferentes.

Es en este punto donde me gustaría hacer algún comentario sobre una cuestión bastante problemática por lo que tiene de incierta y un tanto especulativa. Me refiero a lo que podríamos llamar el problema de la reacción identitaria.

Los síntomas parecen abundantes: en Europa, en EEUU, en Brasil… El fenómeno Trump es sumamente expresivo: una buena parte de los hombres blancos estadounidenses no pudieron soportar que un negro fuera presidente durante ocho años. Nunca más. Y que encima una mujer pretendiera sucederle, ¡el colmo! La presidencia de Trump constituye, en buena medida, una reacción identitaria de los hombres blancos y pone de manifiesto unos fenómenos que encontramos también con fuerza en Europa: el rechazo por parte de sectores de la población hacia las políticas migratorias y hacia las políticas de género. Una y otra cuestión no son equiparables, ni afectan a los mismos sectores sociales, pero tienen en común que atentan contra algo tan difuso y potente como son las identidades colectiva e individuales. Las repercusiones electorales que tienen las grandes concentraciones de inmigrantes sobre importantes sectores de la población autóctona están de sobra contrastadas en Alemania y en otros muchos países europeos, y ahora en Andalucía. Los sectores sociales más golpeados por la crisis son muy susceptibles ante los sentimientos de agravio comparativo que les producen en muchas ocasiones determinadas políticas de apoyo social a los inmigrantes. A la vez, la experiencia histórica demuestra que, en situaciones de miedo al futuro e incertidumbre, es una reacción frecuente la de buscar la responsabilidad de los propios males en chivos expiatorios generalmente elegidos entre los que son diferentes. Más especulativo es lo que se refiere a una posible repercusión electoral del descontento hacia las políticas de género: yo, al menos, carezco de datos.

Nada más lejos de mis intenciones sugerir ningún tipo de retroceso en las políticas de asilo y solidaridad con la población inmigrante, ni con las de igualdad entre hombres y mujeres. Pero sí llamaría la atención sobre la necesidad de ser receptivos ante las preocupaciones de los sectores sociales que se sienten afectados negativamente por ellas: la necesidad de una atención especial a los sectores autóctonos más golpeados por la crisis que viven en contacto con los inmigrantes, la mejora de los servicios sociales en las áreas de mayor inmigración, la puesta en cuestión de las políticas de discriminación positiva en ámbitos que quizás en un momento dado pudieron tener sentido, pero en este momento son más fuente de agravios que otra cosa, etc.

El descontento social es una realidad y hay motivos de sobra para ello. La extrema derecha es otra realidad, llamémosla como la llamemos. Y es extrema, aunque algunos traten de vestírnosla de lagarterana. Y el descontento social es un buen caldo de cultivo para el crecimiento de la extrema derecha, siempre lo fue. En tiempos de incertidumbre, mucha gente lo que busca es seguridad, autoridad, disciplina. moralidad. Y eso conecta bien con los mensajes de la extrema derecha: contra el lío de los partidos políticos, de los «profesionales» de la política, de las autonomías, de los separatismos, de los matrimonios homosexuales, de tanto moro y negro por la calle …

No es fácil ¿Errores de la izquierda? Una parte de la izquierda, la más moderada, mayoritaria, participó activamente en el gobierno de Europa occidental durante toda la segunda mitad del s. XX (en España sólo en el último cuarto) y contribuyó decisivamente a un periodo de muy fuerte bienestar; pero también a consolidar una sociedad extremadamente desigual e injusta. Y muchos de los perdedores en ese reparto desigual no se lo perdonan y no confían en ella. La otra parte, la más radical, minoritaria, nos identificamos con experiencias desastrosas que nos hicieron perder toda credibilidad, propusimos algunas ideas afortunadas, defendimos causas justas y, entre lo uno y lo otro, perdimos vínculos con las amplias mayorías sociales y capacidad para influir en ellas.

Mi gran preocupación es que la izquierda, esa extraordinaria creación de los siglos XIX y XX, tenga capacidad para asumir la tarea de encabezar el descontento social en estos comienzos del s XXI y orientarlo en un sentido progresivo. A raíz del 15 M, Podemos se presentó como algo nuevo, diferente. Nadie sabíamos muy bien qué, pero era prometedor. Pero quizás nació excesivamente lastrado por los orígenes de sus fundadores (las Juventudes Comunistas) y por el temprano aluvión de los restos de la izquierda radical política y sindical del posfranquismo y la transición que se le sumaron de inmediato y contribuyeron a configurarlo muy pronto como otro partido más de la izquierda clásica.

Pero hablar más de la izquierda queda para otro día.

Cheni Uría